(21)Vejez

Amor y vejez, de François-René de Chateaubriand (1768-1848), es un texto escrito probablemente a lo largo de varios años, que se encontraba entre manuscritos sobrantes de las famosas Memorias de ultratumba de este autor romántico, cristiano y antirrevolucionario. En él, el autor explora lo que parece ser una contradicción irresoluble entre la pasión romántica y la vejez. Tal como la Dulcinea de Don Quijote, Chateaubriand afirma que, en su juventud, se casó con una mujer ideal e imaginaria, y que con ímpetu experimentó que el universo estuviera en una sonrisa, en una palabra o en una mirada. Sin embargo, ya viejo, sin mayor proyecto ni alegría de vida, se pregunta por el sentido de amar a su edad. Su mayor temor - imaginando eso sí siempre amar a una mujer joven - es ser abandonado en favor de un hombre rebosante de juventud. Sentiría, imagina, un fuerte deseo de morir, la culpabilidad de no ser más amado. Le pide a esa mujer joven imaginaria o no, que por favor no lo tiente, que es mejor que él no la ame, por distintas razones. No quiere ser amado como padre, no confía en que pueda ser deseado como amante. Ser viejo es sentirse indeseado, o tener una distancia con lo que Chateaubriand considera que es el amor: una ilusión que decae en el tiempo al dejar ver la realidad, harto menos amable que la idealización que lo motiva en un primer momento. El autor se protege de esa decepción que estima garantizada y también se protege de sus celos: no quiere saber de los amores de quien pretende rechazar. Así, Chateaubriand parece aislarse en el recuerdo de algo que estima bello pero irrealizable en el momento que vive. El amor para él es indisociable de la juventud, o al menos de la juventud de la mujer, y su propia vejez se convierte en un problema para ambos. Para ella, porque descubrirá su error y será criticada. Para él, porque será abandonado o, escéptico del sentimiento, él mismo hará sufrir. La vejez es vulnerable y ridícula, y sufre de imaginar el placer de la joven amada. El contraste con su propia vejez es percibido como un verdadero infierno. La amistad pareciera ser un vínculo más seguro. Si bien hay algo que persiste de la juventud en la vejez, afirma Chateaubriand, esta también es un suplicio. Al insistir en definir el amor en relación a una femineidad joven, Chateaubriand se priva, finalmente, de la posibilidad de un amor que pueda acompañar su vejez. Quizás la vejez es ese sentimiento de abandono que, convenciéndonos de nuestro fin, nos hace ir renunciando a un presente cercano. Tal vez Chateaubriand nunca abandonó esa mujer imaginaria - que permaneció en su juventud ideal y duradera -, hasta que ella se cansó de sostener, ante la inminencia del fin, esa ficción.