(16)Placer
Ellen Terry ('Choosing'), George Frederic Watts
Una paradoja humana
En la Grecia clásica, el concepto de placer desempeñó un papel central, transformándose incluso en el eje de una escuela filosófica fundada por Epicuro. La palabra placer proviene del latín placere y quiere decir goce, disfrute o agrado. Se trata de una experiencia emocionalmente positiva, aunque subjetiva. Lo que produce placer en algunos, puede no producirlo en otros ya sea por factores culturales, etarios o psicológicos. Sin embargo, hay placeres que traspasan dicha subjetividad como respuesta a una estimulación específica, y logran que una mayoría sienta satisfacción o gratificación.
El placer puede manifestarse de muchas formas y estar relacionado con diferentes aspectos de la vida. Existen placeres físicos, emocionales, intelectuales o sociales. El placer físico puede surgir de actividades como comer, tener relaciones sexuales o experimentar cualquier otra sensación agradable en el cuerpo. El placer emocional, por ejemplo, puede derivar de momentos de felicidad, afecto o amor. El placer intelectual puede surgir en el aprendizaje, en la lectura o la resolución de problemas complejos, mientras que el placer social se experimenta en la interacción con otras personas ya sea en reuniones o celebraciones.
Sin embargo, es importante tener en cuenta que, como toda acción humana, el placer puede encerrar algún peligro. Por ejemplo, tiene un enorme potencial de llevarnos a comportamientos y hábitos que podrían ser perjudiciales si no los manejamos con moderación. Las adicciones, los riesgos para la salud, el abandono o postergación de las responsabilidades, así como la falta de autocontrol, son solo algunos de estos riesgos. Es importante tomarlos en consideración para que, como escribe Epicuro en su libro “Carta a Meneceo”, el placer sea el principio y el fin de una vida feliz.
Imagen de portada: Ellen Terry ('Choosing'), George Frederic Watts
Una cita
El placer es el bien primero. Es el comienzo de toda preferencia y de toda aversión. Es la ausencia del dolor en el cuerpo y la inquietud en el alma.
Un libro
EL IMPERIO — de la dopamina
Por Cristóbal Joannon
Académico y director Magíster en Artes Liberales, UAI
Si el libro no ofreciera una salida, sería angustiante, como decía Arthur Schopenhauer, ya que ser “un esclavo de los propios deseos” es inviable. Los autores proponen que se deberían retomar las clases de manualidades en los colegios. El placer de crear algo con las manos bien hecho, estimulado por el deseo dopaminérgico, es un gozo del aquí y ahora que permite descansar el circuito de la recompensa dando lugar al contentamiento.
“Dopamina” (2021), de los científicos Daniel Z. Lieberman y Michael E. Long, tiene algo de piedra filosofal: ofrece una explicación general de por qué actuamos como actuamos. El subtítulo del libro es elocuente: “Por qué una molécula condiciona de quién nos enamoramos, con quién nos acostamos, a quién votamos y qué nos depara el futuro”. La lista podría seguir: por qué hacemos multitasking compulsivamente, por qué el ser humano -que nació en África- migró hasta poblar el planeta entero, por qué las adicciones se propagan como un virus, por qué sentimos una suerte de apuro basal que nos mantiene agitados, esto es, lanzados al momento siguiente sin “quedarnos” en el momento actual (en rigor, lo único que existe).
Quienes busquen divulgación neurocientífica de calidad la encontrarán, lo mismo quienes intuyen que este libro puede ser leído como un manual de autoayuda. Más allá de que brinde algunos consejos sobre cómo deberíamos conducir sanamente nuestras vidas, es de autoayuda porque el conocimiento de nosotros mismos (imprescindible para una vida feliz) requiere de una comprensión de cómo funciona nuestro cerebro, especialmente el circuito químico de la ilusión y el placer: el deseo de lo ausente, que nos hace tomar decisiones y asumir riesgos, y el disfrute de lo presente. Sus moléculas: la dopamina y la serotonina (esta última, la sustancia fundamental del “aquí y ahora”, como le llaman los autores).
El libro presupone saber un mínimo de ciencia y sobre todo entender que obviar las determinaciones biológicas de cualquier organismo impide entenderlo. De manera que si uno se toma en serio lo que este libro propone, que es conseguir un equilibrio entre ambos polos, lo que está en juego es nuestro bienestar y de quienes nos rodean.
Pero la armonía está lejos de ser simple de alcanzar, y eso ellos lo plantean de entrada. La razón es sencilla: el imperio de la dopamina no encuentra satisfacción fácil. Un ejemplo: nos encontramos con alguien en la calle y comenta sobre una persona que ambos conocemos, abriendo los ojos: “¿Es que acaso no supiste?”. Se trata, en efecto, de una súper copucha. Hasta que no nos dice qué exactamente pasó, ese tramo de experiencia será una cascada química que es placentera en sí misma, algo no muy distinto al efecto de la cocaína y el fentanilo, como precisan Lieberman y Long.
Cualquier cosa nos abrimos a escuchar: se disparan todas las posibilidades. Una vez que se nos revela la copucha (seguramente no a la altura de nuestra imaginación), nos calmamos, lo que no significa que otro estímulo vuelva a ponernos en marcha. Esta es la razón por la cual las personas revisan el celular cada unos pocos minutos -o menos aun-, incluso si en la última mirada hubo una buena noticia o estaba de hecho el mensaje que esperábamos. Siempre queremos más. Es agotador, dicen los autores, y así nos pasamos.
Si el libro no ofreciera una salida, sería angustiante, como decía Arthur Schopenhauer, ya que ser “un esclavo de los propios deseos” es inviable. Los autores proponen que se deberían retomar las clases de manualidades en los colegios. El placer de crear algo con las manos bien hecho, estimulado por el deseo dopaminérgico, es un gozo del aquí y ahora que permite descansar el circuito de la recompensa dando lugar al contentamiento. Entre las recomendaciones que hacen está la práctica del dibujo, coser, cocinar, tejer y practicar deportes. No lo dicen, pero es casi como si lo hicieran: no queda otra.
Un podcast
LA MEMORIA — del placer
Por Isabel Benjumeda
Doctora en Neurociencias, Facultad de Artes Liberales, UAI